To Live and Die Well

Tommy Givens could make the drive in his sleep—the 30-plus miles cutting a path from Pasadena, where he lived and worked, to his hometown of Santa Clarita, California. He’d never made the journey at 12:00 a.m. before. Midnight on the dot, he noticed, as he glanced at the glowing numbers on the dash. With his jaw set, he thought about his father, the reason for many treks through the foothills over the past year. Tom Givens had been diagnosed with Lou Gehrig’s disease just 18 months before, and the deterioration of his body seemed to happen both in the blink of an eye and at a tortuously slow pace.

Now it was over. Tommy thought back a few nights, when he sat with his father in his parents’ living room; Tom stared out the window, unable to move anything but his eyes. The family had worked out a code—with a series of blinks, Tom could painstakingly, letter by letter, communicate thoughts to his gathered family. That Thursday night, it was just father and son when the last message was blinked out: “My passing will be soon.”

The message sank in Tommy’s heart like a stone. He wanted to share the suffering of his father who had borne many a burden for him. At a loss for words, Tommy wrapped his arm around his father’s frail shoulders, pressing his bearded cheek to his father’s wrinkled one. Together they stared out the window and cried. Tom had been the pastor of a large and thriving Baptist church in Santa Clarita for most of Tommy’s life, and tonight Tommy was thankful for the memory verses that had filled his childhood. “The Lord is my shepherd, I shall not want . . .” he recited softly into his father’s ear. He prayed, beseeching God to be with his father as he walked through the valley of the shadow of death.

Silhouette of Fuller Seminary faculty member Tommy GivensThey were the last moments with his father, and Tommy was grateful, for they were good. Pulling into the driveway of his parents’ house, Tommy took a deep breath, exhaled slowly, and opened the door. There, in the living room, was his father: Tom Givens, the eloquent preacher and dynamic pastor, the larger-than-life man under whose shadow Tommy stood through his teen years, and later the friend with whom he debated theology and mission. Facing Tommy in the same wheelchair where he spent most of his days for the past 18 months, his eyes were closed. Everything was the same, and yet his father was gone. His mother looked tired and pale, her eyes red with weeping. Tommy suddenly realized that they were both at a loss for what to do. “At that moment,” says Tommy, “I wished I were Catholic.”

Tommy is young to lose a parent—Tom Sr. was only 64 when he passed away in 2012. “I had never been that close to death,” admitted Tommy as he told his story in his office on Fuller’s Pasadena campus. Tommy’s age is in his favor; at 39 years old, the assistant professor of New Testament is among Fuller’s youngest faculty members—with an approachability and radical, passionate views that have made him a particularly popular one as well.

The evangelical church reflects the wider society’s dearth of guiding traditions when faced with death. Even a Baptist pastor’s kid, lifelong Christian, former missionary and seminary professor stood in his parents’ living room where his father had just died—and wondered what to do next. “We were groping for what might help us navigate something very profound,” he recalled, “something that would shape us for the rest of our lives.” Which is why Tommy wished he were Catholic—he would have known to call a priest, who could perform last rites for Tom.

Instead, what Tommy and his family chose to guide them was the Neptune Society, “America’s Most Trusted Cremation Provider,” as pre-arranged by Tom’s wishes. While they waited for the Neptune workers to show up, the Givens family gathered around their patriarch to say goodbye, hugging him one last time, weeping and unsure of how else to absorb the fact that he was really gone. “I’m sort of the go-to figure in my family for offering spiritual guidance,” said Tommy, as he recounted his fumbling for what to do, the spontaneous prayer he offered up.

When the Neptune Society workers arrived, Tommy’s mother and brother went into the other room, unable to bear watching Tom’s body being taken away. Tommy’s sense was, “We should see my father all the way out the door, right?” After receiving cold handshakes and mechanical condolences, Tommy helped the two men transfer his father onto a gurney. Once the Neptune employees were carrying his father out the door, he thought, “Why am I handing over my dad’s body to these people with whom I have no connection?” Yet he knew of no other way; his father was gone, out of his hands, to be replaced a few days later with a sealed box of ashes.

Tommy Givens podía hacer el viaje dormido de tan bien que lo conocía—alrededor de 30 millas de distancia de donde vive y trabaja en Pasadena a su ciudad natal en Santa Clarita, California. Él nunca había hecho el viaje a las 12:00 AM. Notó que era exactamente la medianoche, mientras echaba un vistazo a los números brillantes en el tablero. Con la mandíbula apretada, pensó en su padre, el motivo de muchas caminatas por las colinas en el último año. Tom Givens había sido diagnosticado con la enfermedad de Lou Gehrig sólo 18 meses antes, y el deterioro de su cuerpo parecía suceder rápido como un abrir y cerrar de ojos y al mismo tiempo a un ritmo sumamente lento.

Ahora todo había terminado. Tommy se acordó de algunas noches atrás, cuando se sentó junto a su padre en la sala de la casa de sus padres; Tom miró por la ventana, no podía mover nada, solo sus ojos. La familia había elaborado un código con una serie de parpadeos, Tom podía laboriosamente, letra por letra, comunicar pensamientos a su familia que estaba reunida. Ese jueves por la noche, eran solamente el padre y el hijo cuando el último mensaje se emitió: “Mi muerte será pronto.”

El mensaje penetró en el corazón de Tommy como una pedrada. Él quiso compartir el sufrimiento de su padre, quien había llevado muchas cargas por él. Sin encontrar palabras, Tommy abrazó los hombros frágiles de su padre, presionando su mejilla barbuda con la arrugada mejilla de su padre. Juntos miraron por la ventana y lloraron. Durante la mayor parte de su vida Tom había sido el pastor de una iglesia Bautista grande y próspera en Santa Clarita y esta noche Tommy estaba agradecido por los versos de memoria que habían llenado su infancia. “El Señor es mi pastor, nada me faltará. . . ” Recitó en voz baja al oído de su padre. Oró, suplicando a Dios que estuviera con su padre mientras caminaba por el valle de sombra de muerte.

Tommy-Givens-2Esos fueron los últimos momentos con su padre y Tommy estaba agradecido, porque fueron buenos. Llegando a la entrada de la casa de sus padres, Tommy respiró profundo, exhaló lentamente y abrió la puerta. Allí, en la sala de estar estaba su padre: Tom Givens, el elocuente predicador y pastor dinámico, el hombre más grande que la vida le dio y bajo su sombra Tommy pudo estar en pie a través de sus años de adolescencia y más tarde, el amigo con quien debatió temas de teología y de la misión. Frente a Tommy en la misma silla de ruedas, donde pasó la mayor parte de sus días en los últimos 18 meses, sus ojos estaban cerrados. Todo era igual y sin embargo, su padre se había ido. Su madre se veía cansada y pálida, con los ojos enrojecidos por el llanto. De repente, Tommy se dio cuenta que los dos no sabían que hacer frente a esa pérdida. “En ese momento,” dice Tommy, “me hubiera gustado haber sido católico.”

Tommy era muy joven para perder su padre. Su padre Tom Sr. sólo tenía 64 años cuando falleció en 2012. “Yo nunca había estado tan cerca de la muerte,” admitió Tommy mientras contaba su historia en su oficina de Fuller, Pasadena. La edad de Tommy está en su favor; a los 39 años de edad es profesor asistente de Nuevo Testamento y uno de los miembros de la facultad más jóvenes en Fuller. Sus opiniones radicales y apasionadas lo han convertido particularmente muy popular.

La iglesia evangélica, al igual que la sociedad en general, refleja la ausencia de tradiciones para guiarnos cuando se enfrenta la muerte. Incluso el hijo de un pastor bautista, con toda una vida cristiana, el ex misionero y profesor del seminario se puso de pie en la sala de estar de sus padres, donde su padre acababa de morir, se preguntó qué hacer a continuación. “Estábamos buscando a tientas lo que podría ayudarnos a navegar por algo muy profundo”, recordó, “algo que nos moldearía para el resto de nuestras vidas.” Siendo católico, pensaba Tommy, le hubiera tocado simplemente llamar al sacerdote para que se ocupara de los últimos ritos para su padre.

En cambio, lo que Tommy y su familia eligieron para guiarlos fue la Sociedad de Neptuno, “Los proveedores más confiables de cremación en los Estados Unidos de América,” todo había sido arreglado por los deseos de Tom. Mientras esperaban que los trabajadores de Neptuno llegaran, la familia Givens se reunió alrededor de su patriarca para decir adiós. Abrazando a su padre por última vez, llorando y sin saber de qué otra manera reconocer el hecho de que él se había ido. “Soy una especie de figura líder en mi familia para ofrecer guía espiritual,” dijo Tommy al relatar con humildad su desconocimiento de qué hacer mientras ofreció una oración espontánea.

Cuando los trabajadores de la Sociedad Neptuno llegaron, la madre y el hermano de Tommy entraron a la otra habitación, incapaz de soportar ver el como se llevaban el cuerpo de Tom. El sentimiento de Tommy fue: “Debemos ver a mi padre todo el camino hacia la puerta, ¿verdad?” Después de recibir apretones de manos frías y condolencias mecánicas, Tommy ayudó a los dos hombres transferir a su padre a una camilla. Una vez que los empleados Neptuno estaban llevando a su padre por la puerta, pensó, “¿Por qué le entrego el cuerpo de mi padre a estas personas con las que no tengo conexión?” Sin embargo, no conocía ninguna otra manera; su padre se había ido y se le escapaba de las manos para ser reemplazado a los pocos días por una caja de cenizas sellada.

Tommy-Givens-3My Father’s Body

“I wished I was Catholic on the night my dad died. Then my family and I might have had time-honored practices of a Christian tradition to guide us through parting and grief.”

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El cuerpo de mi padre

“Me hubiera gustado ser católico la noche que mi padre murió. Entonces, mi familia y yo hubiéramos honrado las prácticas consagradas de una tradición cristiana que guía a través de la despedida y la pena.”

Tommy Givens continuó diciendo

“We are failing to reckon with the profundity of death,” lamented Tommy later. “Knowing how to die well is something a community learns very slowly, and there is an enormous debt to the past.” Tommy found conversations with fellow faculty members helpful—his office neighbor David Augsburger, senior professor of pastoral counseling, reached out to Tommy with conversations and simple one-liners packed with compassionate wisdom. Fuller Professor of Cultural Psychologies Alvin Dueck came alongside Tommy, as well. One evening Tommy shared a beer and a long talk with John Goldingay, Fuller professor of Old Testament, who in his lectures and books is known for offering profound and vulnerable insights about death and suffering, drawn from his life with his late wife, Ann, who suffered with multiple sclerosis.

At home, Tommy was trying to grapple with these topics not with renowned theologians but with his three elementary-school-aged children. When Tom was diagnosed, he asked that his grandchildren be kept from him, to prevent their seeing the gradual deterioration of their grandfather into a “monster,” as he put it. But Tommy refused. “By the time my dad was diagnosed with this disease,” he explained, “I had learned that we live in a culture that is terrified of dying, and I wanted to try and teach my kids not to be afraid.” Grandpa Tom’s deteriorating condition raised questions among the children, and Tommy and his wife, Kim, discussed life, death, and dying with them on the drive to and from their visits in Santa Clarita. “As Christians, we need to learn not to be afraid,” said Tommy. “It doesn’t mean that we are flippant about it, because our lives—our bodies—are good, and death is their undoing, and we should resist that. But we don’t resist it out of fear and cling to our lives, as if death is some unconquered enemy or some place that God does not live.”

Perhaps this is the greatest truth Tommy learned through his father’s journey to death: God lives in our dying, as much as he does in our living. God’s grace covers our fearful deaths and our awkward fumbling with the deaths of our loved ones just as his grace pours over the births of our children that fill us with wonder. God invites us to live with him both in growth and in decay; to learn to live and to die well.

“Estamos fallando al tener en cuenta la profundidad de la muerte,” se lamentó Tommy. “Saber cómo morir bien es algo que una comunidad se entera muy lentamente y hay una enorme deuda con el pasado.” Tommy conversó con compañeros miembros de la facultad que le fueron de mucha ayuda. Su vecino de oficina David Augsburger, profesor titular de Consejería Pastoral le dio la mano a Tommy con conversaciones simples llenas de sabiduría compasiva. El profesor de Psicología Cultural Alvin Dueck también se acercó a Tommy. Una noche Tommy compartió una cerveza y una larga conversación con John Goldingay profesor de Antiguo Testamento de Fuller, quién en sus conferencias y libros se caracteriza por ofrecer conocimientos profundos y vulnerables sobre la muerte y el sufrimiento, basado en la vida con su difunta esposa Ann, que sufrió de esclerosis múltiple.

En casa, Tommy estaba tratando de lidiar con estos temas, no con los teólogos de renombre pero con sus tres niños de escuela elemental. Cuando Tom fue diagnosticado con su enfermedad, pidió que sus nietos se mantuvieran alejados de él para evitar que vieran el deterioro gradual de su abuelo al convertirse en un “monstruo,” como él decía. Pero Tommy se negó. “En el momento en que mi padre fue diagnosticado con esta enfermedad,” explicó, “Yo había aprendido que vivimos en una cultura que está aterrorizada de morir y yo quería tratar de enseñar a mis hijos a no tener miedo.” La condición del abuelo Tom se deterioró lo que planteó interrogantes entre los niños. Tommy y su esposa Kim, discutieron sobre la vida y la muerte con ellos en el coche en sus visitas a Santa Clarita. “Como cristianos, tenemos que aprender a no tener miedo,” dijo Tommy. “Esto no quiere decir que seamos frívolos al respecto, porque nuestras vidas y nuestros cuerpos son buenos y la muerte es su perdición, debemos resistir eso. Pero no resistimos por miedo o por aferrarnos a la vida como si la muerte es un enemigo invencible o algún lugar donde Dios no vive.”

Tal vez esta es la verdad más grande que Tommy aprendió a través del viaje de su padre a la muerte: Dios vive en nuestro morir, tanto como lo hace en nuestro vivir. La gracia de Dios cubre nuestras muertes espantosas y nuestra torpeza con la muerte de nuestros seres queridos al igual que su gracia se derrama sobre los nacimientos de nuestros hijos que nos llenan de asombro. Dios nos invita a vivir con él, tanto en el crecimiento y en la decadencia; a aprender a vivir y a morir bien.

The Jewish Tradition of Chevra Kadisha

Our Jewish brothers and sisters demonstrate an alternative to merely succumbing to contemporary culture’s attitude toward death. Present in many synagogues are chevra kadisha, or burial societies: a group of men and women from the congregation who ceremonially cleanse and prepare the body for burial in the most honoring way possible. Men prepare men, and women prepare women; the body is never placed face down; modesty is always preserved; materials are passed around the body and never over it—at the end of the procedure, the chevra kadisha members pray for forgiveness for any indiscreet word, thought, or gesture they may have committed during their task. If Tommy were part of such a community, he might have had the comfort of knowing his father was not only in capable and compassionate hands, but in the care of people he knew and loved and lived with. Just as Tommy felt reluctance at releasing his father’s body to strangers, so Jewish tradition calls for a shomer, a watcher, to be with the body from the moment of death to the moment of burial.

These rituals are as much for the benefit of the ones who are left grieving as for the one who passed on. The tangible, practical support of the community helps relieve the burden of the family in mourning—not only does the chevra kadisha prepare the body for burial, they often make funeral arrangements as well. The family members are left to their one task at hand: grief. The traditional seven-day mourning period, the shiva, offers a time to think of nothing but one’s grief and the beloved person who has died. Such patience with death and mourning, the willingness to sit with it together, is an attitude evangelicals need to somehow regain.

La tradición judía de Jevra Kadisha

Nuestros hermanos judíos y hermanas judías muestran una alternativa hacia la muerte en lugar de simplemente sucumbir a la actitud de la cultura contemporánea. En muchas sinagogas tienen presente la kadishá chevra o sociedades funerarias. Consiste en un grupo de hombres y mujeres de la congregación que ceremonialmente se dedican a limpiar y preparar el cuerpo para el entierro de la manera más honorable posible. Los hombres preparan los hombres y las mujeres preparan las mujeres. El cuerpo nunca se coloca boca abajo y siempre conservan la modestia. Los materiales se pasan alrededor del cuerpo y nunca sobre el. Al final del procedimiento, los miembros Kadisha chevra oran por el perdón por cualquier palabra indiscreta, pensamientos o gestos que pudieron haber cometido durante su tarea. Si Tommy hubiera sido parte de esa comunidad, podría haber tenido la tranquilidad de saber que su padre no estaba únicamente en manos capaces y compasivas, sino también al cuidado de personas que conocía, amaba y vivían con él. Así como Tommy sentía renuencia al entregar el cuerpo de su padre a extraños, por esta razón es que en la tradición judía exige un acompañante, un vigilante para estar con el cuerpo desde el momento de la muerte hasta el momento de su entierro.

Estos rituales son beneficiosos para los dolientes al igual que la persona fallecida. El apoyo tangible y práctico de la comunidad ayuda a aliviar la carga de la familia en luto. El kadishá chevra no solo prepara el cuerpo para el entierro, a menudo hacen los arreglos funerarios también. Los miembros de la familia se quedan ocupados de la tarea que más les concierne, el dolor. El período tradicional de luto de siete días, el shiva, ofrece tiempo para pensar solamente en el dolor del doliente y la amada persona que ha muerto. La paciencia con la muerte y los dolientes, la disposición a permanecer juntos, son actitudes que de alguna manera los evangélicos necesitan recuperar.

+  Video directed by Nate Harrison and Michael W. Moore, and edited by Ben Brandt and Jonathan Stoner.

+  Video dirigido por Nate Harrison y Michael W. Moore y editado por Ben Brandt y Jonathan Stoner.